El llanto de Nacho arreció cuando entraron en el colegio. Ya antes estaba realmente asustado ante la perspectiva de separarse de sus padres por primera vez en su corta vida, y los olores extraños y el griterío ensordecedor de los otros niños no hicieron sino aumentar su temor.

“Ahora ya eres un niño mayor” le decían para animarle. Él no quería ser mayor.

Recorrieron un largo pasillo con las paredes decoradas con dibujos, y multitud de puertas pintadas de verde. Al final otra puerta a la que su madre llamó.

— Tú debes ser Nacho— le dijo una señora nada más abrir la puerta, frotándole suavemente la espalda. — Pasen, pasen…. y tomen asiento.Niño feliz

Era bastante guapa y parecía agradable. Sonreía cuando le miraba, algo que siempre le había gustado a Nacho, que aún no interpretaba bien cuando alguien estaba enfadado, triste o contento. Sus padres se sentaron, y él, en el regazo de su padre, con la cabeza apoyada en su hombro, seguía sollozando, aunque miraba con su ojo derecho todo lo que le rodeaba y no se perdía detalle.

En la mesa un ordenador como el que tenían en casa, un marco para una fotografía que no alcanzaba a ver, un cestito con caramelos y montones de papeles y carpetas. Detrás una estantería con libros y algunas pequeñas figuras en plastilina que, se notaba, fueron creadas niños. A ambos lados de la estantería dos archivadores. Una cortina impedía ver a través de la ventana, pero dejaba entrar una luz cálida muy agradable.

Como siempre que lloraba se le taponaba la nariz y, al mantener la boca abierta para respirar, las lágrimas entraban en su boca. Su sabor no era muy agradable, estaban saladas.

Los caramelos de la cesta no se parecían a los que se vendían en las tiendas, aunque ya había visto algunos así y los había probado en ocasiones acompañando a su madre de compras.

Sabía que estaban hablando de él. Se reían. En un momento determinado la mujer guapa se dirigió a él:

— Aquí lo pasarás bien, Nacho. Harás muchos amigos.

Y luego:

— ¿A que te gusta jugar? ¿Al fútbol?

Por supuesto, no le contestó. Se agarró con más fuerza al cuello de su padre y arreció en su llanto.

Los caramelos tenían el mismo dibujo que el folleto sobre el colegio que sus padres le habían mostrado muchas veces y las mismas letras raras. Conocía alguna letra, pero las del nombre del colegio no se parecían a las que sus padres le habían enseñado. Aún así podía identificar una “C”, una “A”, y otras. El dibujo era la silueta de un niño corriendo. Sabía que ese dibujo y esas letras raras significaban que lo que los llevara  pertenecía a ese colegio.

¿Harían los caramelos en el colegio?

Su vista tropezó con la de la señora guapa, que lo había sorprendido mirando la cestita de caramelos. Le hizo un gesto con la cabeza, invitándole a coger uno. Se estiró y extendió la mano hacia la cestita y cogió uno.

Aunque había dejado de llorar, las lágrimas, que seguían resbalando por sus mejillas, continuaban dejando ese gusto salobre en su boca.

Su madre sacó el caramelo del envoltorio y se lo metió en la boca. Era de color rojo.

Fue un placer notar como el delicioso sabor dulce eliminaba en pocos instantes el fuerte y desagradable regusto.

Sin saberlo, Nacho había recibido su primera lección, una lección de vida: lo amargo hace destacar lo dulce.

Tal vez el colegio no fuera tan mal sitio. ¿Cómo podía ser malo un lugar en el que los caramelos llevaban su nombre impreso?

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